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"No entiendes realmente algo a menos que seas capaz de explicárselo a tu abuela." Albert Einstein

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viernes, 21 de junio de 2013

Los expedientes del duque de Blackhouse (Capítulos 7 y 8)



CAPÍTULO 7, LA TAZA DE CAFÉ

A las diez míster Wendover regresó a la mansión. Seguía teniendo la pierna vendada pero ya no le sangraba como antes. En seguida fuimos a preguntarle por el testamento. Yo ya había perdido toda esperanza de encontrar nuevas pistas, parecía claro que el asesino había sido el mayordomo.
Un poco antes nos fijamos - me fijé yo más bien -, en que míster Haggard no se había marchado aún. Había dejado su maleta en el vestíbulo y llevaba casi media hora hablando en voz baja con una de las doncellas.
Iniciamos nuestra conversación con míster Wendover.
- Antes preguntamos a míster Haggard si tenía el testamento del duque y nos dijo que no, ¿lo tiene usted? Puede ser importante.
- Oh, claro que sí. Está en mi habitación. Según ese testamento, su lectura tiene que tener lugar tres días después de su muerte. Esta noche es perfecta para ello, puesto que además se ha descubierto ya al culpable del asesinato...
- Sí, seguro.
- Lo tengo arriba, así que, ¿me acompañan? Cojamos el ascensor.
Unos momentos después estábamos en la habitación del abogado. Este empezó a abrir cajones y armarios, revolviéndolo todo. Se quedó paralizado y empezó a palidecer. Apartó un jersey rojo y, debajo, ¿qué había? Un botón marrón de madera, de pijama, con el borde dorado.
- El botón del pijama del duque... - susurré -.
- Pero, ¿qué hace en su armario míster Wendover? - le gritó, con un estilo acusante, el signore Riccardi.
- ¡Yo no lo tenía! - nos miró, con cara suplicante -. ¡Lo han colocado ahí para inculparme!
- Tranquilo, seguro que el mayordomo lo metió ahí a propósito.
- ¡Buf! Guárdenlo, por favor, ya estoy hasta arriba de este asesinato.
- Venga, vamos, que la cena va a comenzar ya. ¡Encuentre el testamento!
- Mpf. ¿Dónde lo habré metido...? ¡Ah sí!, ¡Lo guardé en el cajón número uno!
Fue hasta un mueble y abrió el cajón de arriba. Puso cara de sorpresa y abrió el segundo. Por último, más pálido cada vez, abrió el tercero. Entonces se dio la vuelta.
- Oigan, ¿de verdad está muerto ese mayordomo? No lo parece - nos miró, asustado -.
- ¿Qué ocurre?
Míster Wendover meneó la cabeza.

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-¿Qué hago? ¡Maldición! - dije tras arrugar la quinta hojita, llena de apuntes y borrones -. ¡Me niego a pensar que el asesino sea el mayordomo!
- ¡Venga, ven! La cena va a empezar - me dijo el Riccardi -. No podemos llegar tarde, vamos a la sala.
Yo le seguí.

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La cena iba a ser servida en un salón enorme. Dos hermosas arañas (unas lámparas gigantescas y antiguas) coronaban el techo. Mrs Blackhouse había contratado a dos mayordomos nuevos y estos habían unido dos mesas amplias: iba a cenar mucha gente. Unas bonitas velas gastaban su mecha sobre las mesas. Riccardi y yo - como ya me imaginaba - llegamos con cierto adelanto y empezamos a observar lo bien preparado que estaba todo. En ese momento empezaron a entrar y a ocupar su sitio los invitados. Se me acercó una señora que parecía una de las hermanas del duque. Fue a decirme algo pero se quedó callada. Me hizo un gesto para que la siguiera. Salimos del gran salón, miró hacia todos los lados y me susurró algo.
- Señor detective, soy Hilda Blackhouse. Esto es algo muy importante. Estoy en peligro de muerte. Escuche, en mi habitación, ¿de acuerdo? Busque en mi habitación. Póngase a mi lado en la cena, por favor. ¡Ah!, ¡y no olvide disimular!
Dicho esto, se alejó de mí y entró en la sala.

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- ...y me dice que me siente a su lado en la cena – concluí -.
Le estaba contando la historia a Riccardi.
- No sé – contestó -, haz lo que te dice, a lo mejor te cuenta algo importante...
Siguiendo las instrucciones de aquella señora, me senté a su izquierda, casi en el extremo de la gran mesa. El detective italiano se sentó a izquierda. Me fijé en todo. A la derecha de aquella mujer se sentaba Monsieur Houvert. Enfrente de ella estaba míster Haggard.
Trajeron el primer plato: un delicioso combinado de verduras de temporada salteadas, regadas con salsa de setas. Estaba buenísimo.
Un rato más tarde trajeron el segundo plato: solomillo de ternera a la pimienta con guarnición de patatas horneadas.
Todo era exquisito. Cada plato que llegaba era soberbiamente elogiado y muy comentado por todos los presentes. Míster Haggard parecía encantado con todo. Encima de la mesa, por alguna extraña razón, había una especie de embutido ruso. Lo probé y no es que me hiciera mucha gracia, sin embargo a míster Haggard sí parecía gustarle. Estaba contentísimo por algo importante. Durante un segundo pensé que él podía ser el asesino del duque, pero en seguida deseché esa idea. Era absolutamente imposible.
Cinco minutos después de recoger el servicio de los últimos platos, trajeron el postre: una deliciosa - mejor dicho “varias” - tartas de queso con frambuesas silvestres importadas de Chile. Estaba escrito en una tarjetita con el menú que con buen gusto habían repartido a cada comensal.
- ¡Esto parece un restaurante! - rió Riccardi -.
- ¡Está todo perfecto! - añadió Monsieur Houvert -.
Pasado un tiempo trajeron el café para acabar la cena. Unas cuantas cafeteras fueron colocadas en las mesas y también unos platos con las cucharillas. Míster Houvert alargó una mano y cogió cuatro cucharillas, una para cada uno. Uno de los mayordomos cogió la cafetera y fue sirviendo a los comensales.
- ¿Así, señor? - me dijo al servirme el café.
Míster Haggard cogió la jarra de de la leche y sirvió a Hilda Blackhouse, mientras que ella sujetaba la taza con sus delicadas manos. Yo mismo le serví el café pues había cogido una segunda cafetera. Removimos las tazas. El segundo mayordomo cogió unos sobres de azúcar, los abrió y nos los sirvió en el café. Volví a remover el contenido. La señorita Blackhouse se levantó en aquel momento y nos dijo que iba un momento al baño. Míster Haggard se acercó a mí, estirando el cuello por encima de la mesa.
- La señorita Blackhouse está extraña hoy, ¿no? Yo diría que le pasa algo.
- Sí, a lo mejor – contesté -.
En ese momento regresó la señorita “extraña”.
Me bebí el café con leche y lo comenté con Riccardi. Hilda Blackhouse miró con prevención su taza. Poco después la cogió por el asa, se la llevó a la boca y bebió el café.
- ¡Ag! - gritó, y se llevó una mano al cuello -.
- ¿Le ocurre algo, señorita? - preguntó preocupado, Monsieur Houvert -.
Pero ella no le hizo caso. Me miró, aterrorizada. Soltó de su mano la taza medio llena y la cucharilla, que cayeron al suelo. La taza se hizo añicos y todo el café se esparció. La cucharilla salió despedida.
La señorita Hilda Blackhouse empezó a ponerse azulada. Tosió sonoramente. Luego, se resbaló de su silla y cayó al suelo. Quedó tirada, como muerta, quizá muerta.
- ¡Noo! – grité -, y me levanté de mi silla. ¡Nooo!
Me arrodillé al lado de la señorita Blackhouse.
- ¡Rápido! – grité aterrado - ¡una ambulancia!

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Quince minutos después se llevaron a la señorita Blackhouse en la ambulancia. Nos dijeron que estaba en estado muy grave y que a lo mejor no llegaría viva al hospital.
Todos los presentes estaban aterrados. Al lado de la mesa, en el sitio donde se había sentado, un especialista examinaba lo que quedaba de la taza y del café. Mis dos compañeros inspectores estaban delante de mí, observando a todo el mundo.
El especialista se levantó y se nos acercó.
- La señorita Blackhouse ha sido envenenada con cianuro.
- ¿Cianuro? - gritamos los cuatro detectives. El especialista asintió.
- Hay restos en el café y también en algunos de los pedazos de la taza.
- Alguien la ha envenenado, pero, ¿quién? – dijo Riccardi -.

CAPÍTULO 8, EL INOCENTE NUNCA TIENE LA CULPA

- Veamos... ¿quién ha podido envenenarla?
- ¡Esa no tiene que ser la primera cuestión! La primera cuestión es “¿cómo han podido envenenarla?” – dije -.
- ¡Tienes razón!
- Pensemos - dijo el italiano -. Pudieron envenenarla: el nuevo mayordomo al servirle el azúcar - le señaló con el dedo, y este se puso blanco -. También pudo hacerlo míster Haggard al servirle la leche – le señaló al igual que había hecho con el mayordomo, pero míster Haggard, en vez de ponerse blanco, se puso rojo -. También pudo hacerlo Monsieur Houvert... envenenando la cucharilla que le dio a la señorita. Y por último, también pudo envenenarla... don Enrique, al servirle el café.
- ¿Me estás acusando a mí? - dije desorientado.-
- Pues claro - dijo el inspector Miller -. Tú también pudiste hacerlo.
- Y, ¿qué motivos tendría?, ¿eh?
- No lo sé, pero tuviste oportunidad de envenenarla - me contestó -.
- Pero eso no tiene porqué ser así - dijo el inspector Stevenson -. Cualquiera, antes de que las trajeran, pudo envenenar el contenido de las cafeteras o la leche.
- ¡Jal! ¡No podría ser así! – dije -.
- ¿Por qué no? – preguntó -.
- Está demostrado – dije -. Acto seguido cogí una taza vacía, la llené de café y leche y me la bebí. Me limpié con una servilleta.
- No está envenenado. Todos los presentes han tomado café de estas cafeteras.
- Tienes razón... entonces, sólo han podido hacerlo cuatro personas: don Enrique, el mayordomo, míster Haggard y Monsieur Houvert.
En ese momento me agaché y empecé a buscar algo por el suelo.
-Pero... ¡¿se puede saber qué haces?! - me gritó el inspector Miller -.
- Me falta algo... antes, el signore Riccardi dijo que Monsieur Houvert podía haber envenenado a la señorita untando de cianuro la cucharilla. Así pues... ¿dónde está la cucharilla del café de miss Blackhouse?

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Pasada media hora, aún no habíamos encontrado la cucharilla por ningún sitio: no estaba debajo de los muebles, ni detrás de las macetas...
- ¿En qué dirección saltó la cucharilla? – pregunté -.
- Creo que hacia míster Haggard... - dijo el italiano -.
- Míster Haggard, ¿no ha visto usted la cucharilla?
- Bueno, yo he encontrado ésta, a lo mejor es la cucharilla que buscamos - dijo el abogado -.
- ¡No la toque, a lo peor (como os habréis fijado, el inspector es bastante pesimista) es la envenenada!
La cogió y se la dio al especialista. Esta la observó durante un momento. Luego abrió la boca.
- Está... recubierta de cianuro.
- Ahora lo entiendo...- murmuró el inspector Stevenson - ¡El asesino es...Monsieur Houvert! ¡Usted! - dijo, señalándole -¡Usted embadurnó de cianuro esta cucharilla para envenenar a la señorita!
- Humm... – pensé -.
-¡Por supuesto que no! ¿Me toma por un asesino? - contestó el francés, pálido pero muy irritado -.
- Espera un momento - le dije al Riccardi -. La señorita me dijo que buscásemos en su habitación... ¡A lo mejor hay algo importante allí!
Momentos después estábamos en la habitación. Todo estaba pulcramente recogido: la cama hecha, la alfombra perfectamente estirada... Parecía que no había estado nadie allí en quince horas. Empezamos a inspeccionarlo todo: el armario, debajo de la cama, debajo de la alfombra, el alféizar de la ventana. No había nada. En el último momento cogí el bolso de la señorita que estaba encima de una mesita al lado de la cama, y lo registré. Al final encontré dos cosas importantes: un botecito cerrado con un secante dentro y un arrugado papelito con algo escrito. Pero mi cabeza ya funcionaba como un engranaje. El cerebro, la máquina perfecta. Agarré del brazo a Riccardi y lo arrastré escaleras abajo. Entramos en el salón-comedor y yo me acerqué a la mesa. Cogí las tazas de míster Haggard y de Monsieur Houvert y las observé bien. Estaba todo más claro que el agua.
- He descubierto al asesino – dije -.

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- Muy bien, ¿quién es? - dijo con desprecio el inspector Stevenson -.
- Vamos a repasar los datos que tenemos: La hermana del difunto duque es envenenada porque alguien le echó cianuro en el café y hay cuatro posibilidades: con el azúcar, el mayordomo; envenenando la cucharilla, Monsieur Houvert; con la leche, míster Haggard o con el café, yo mismo. Por último, también pudo envenenarse la propia señorita.
- ¡Un suicidio!
- Podría ser, pero hace un momento hemos registrado Riccardi y yo la habitación de la señorita y hemos encontramos un botecito con un secante, lo necesario para guardar el cianuro. Eso significa que la señorita no se suicidó.
- ¿Por qué?
- Porque, si se hubiese suicidado, el bote estaría en su bolsillo, no en su habitación. Ya sé que se fue un momento diciendo que iba al baño. Pero se fue muy poco tiempo, no el suficiente como para subir a su habitación y dejar el bote. Y os diré más: el asesino no es el mayordomo nuevo.
- ¿Por qué no?
- Si hubiese puesto el veneno delante de todos alguien lo habría visto, estoy seguro. Hace falta mucho cuidado para que no te vean sacar un bote de un bolsillo y vaciar su contenido en una taza. Descartamos a la propia señorita Blackhouse y al mayordomo. Ahora, míster Haggard encontró la cucharilla impregnada de cianuro, lo cual demuestra que el envenenador podría haber sido Monsieur Houvert.
- Eso mismo - dijeron los dos inspectores -. ¡Él es el culpable!
- Pero, ¿quién ha dicho que Monsieur Houvert fue el que puso el veneno en la cucharilla? Mi deducción es que el asesino, mientras todo el mundo se fijaba en la señorita, cogió la cucharilla que había salido disparada y la impregnó de veneno. La dejó de manera que la encontrase míster Haggard para así culpar a Monsieur Houvert. La segunda parte de mi deducción es que la taza de la señorita Blackhouse nunca contuvo veneno.
- ¿Cómo?
- Como ya he dicho antes, es muy difícil echar el contenido de un bote en la taza de alguien sin ser visto. El asesino echó disimuladamente el veneno en su propia taza y la intercambió por la de la señorita. La taza que se hizo añicos contra el suelo era... la taza de míster Haggard.
- ¿Pero...qué?
- Él era el único que podía realizar el cambio sin que yo me diese cuenta. Aprovechando que la señorita Blackhouse se había ido al baño, me distrajo diciéndome algo e intercambió las tazas.
- ¡Oiga, usted! ¡Está volviendo a acusarme! ¿Cree que voy por ahí matando gente? ¿Tiene usted pruebas de eso?
- Por supuesto. Yo no acuso cuando si no tengo pruebas.
- Pero entonces... - dijo el italiano -.
- Míster Haggard, ¿por qué en la taza que hay en su sitio, que se supone que es la suya, están las huellas dactilares de la señorita? Y además, ¿por qué encontró usted enseguida la cucharilla y nosotros no, por más que buscamos y buscamos?
El agente Giraldo agarró a míster Haggard por la espalda. Este se debatió, pero no consiguió soltarse.
-¡Sí, sí, de acuerdo! ¡Ya está! ¡Yo envenené a la señorita Blackhouse! - dijo furioso -.
- ¿Por qué?
- ¡Por ella y su hermano, por ellos dos! Yo estaba casado y su hermano mató a mi mujer, la atropelló cuando iba por la calle. Él tendría unos cincuenta y cinco años. Iba conduciendo borracha y la mató. Quise vengarme, y, como no me conocía, conseguí hacerme su abogado. Tenía planeado matar a algún familiar suyo, para que sintiera la pérdida de alguien querido por él. A su hermana menor, Hilda, la he envenenado, cambiándole la taza. Tenga el verdadero bote - y me lo dio -. Yo, yo...
- Y usted mató al duque, ¿no?
- ¡No! Yo sólo quería hacerle sufrir. Cuando vi que había sido asesinado, continué de todas formas. Mi esposa, mi esposa...
- Pero la señorita nunca ha merecido el envenenamiento. No tenías ningún derecho, ninguna excusa para matarla –contesté-, con la mirada perdida en el horizonte -. El duque ya había muerto. Y, aun tratándose del duque, él tampoco merecería morir. Nadie, aunque haya hecho mil y una crueldades, tiene tanta culpa. Nadie merece la muerte.
El agente Giraldo lo llevó al parking y lo subió a un coche de policía. El abogado, antes de que yo cerrase la puerta, se dirigió a mí.
- Detective, gracias por descubrirme. No me atrevía a confesar. Tiene usted razón, no debí matarla... ¡a lo mejor no ha muerto! Gracias de...todas...formas.
Míster Haggard estaba llorando. El coche arrancó, conducido por un agente de policía, y desapareció por la carretera.

Continuará...

Capítulos 5 y 6
Capítulos 3 y 4
Capítulos 1 y 2
Prólogo


Vuelvo el martes  25.  Espero que esto que he dejado programado funcione:-)

10 comentarios:

  1. Hola Katy
    Me he pasado por tus blogs porque me ha extrañado que no actualizaras. Estas de vacaciones ¿eh?
    Por cierto hoy que he tenido tiempo me lo ha leído todo. Bien imaginado y bien escrito. Enhorabuena chaval. Seguiré leyendo.
    Un abrazo

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    1. Hola A.L. Me alegra que te hayas pasado por aquí. Siempre es agradable tener comentarios aunque uno esté fuera. Me alegra que te guste.
      Gracias.
      Otro abrazo para ti y buena semana

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  2. Estoy pensando sacarlo en papel y leerlo despacio a mí leer aqui me cuesta trabajo.

    Un abrazo

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    1. Hola Chelo, si quieres y estás interesada te lo puedo enviar por correo Me encanta que te guste porque eres bastante crítica.
      Ya hablamos. He llegado hoy de viaje y aún no se por dónde me ando.
      Bss

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  3. Me ha gustado mucho como describes y relatas.

    un abrazo

    fus

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    1. Todo un halago. Porque el relato es de mi nieto de 11 años. Yo no le llego ni a la suela de los zapatos:-) Una alegría tu comentario.
      Un abrazo

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  4. Qué bueno eso de decir "a lo peor" porque es muy pesimista. Y eso de que cada uno se pusiera de un color... Hmm, muy revelador. El color de la gente suele decirle mucho a un buen inspector, y seguro que cuando vio al asesino ponerse rojo ya sospechó.
    Y qué ingeniosa la teoría del cambio de tazas!

    Buenas noches

    Bisous

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    1. A mi también me está gustando- El chico de momento va bien. Ya ha empezado otra:-)
      Desde luego imaginación no le falta.
      Gracias madame. Bisous

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  5. Hola Katy: no me extraña que más de uno se confunda con el autor, y es que ese crío es increíble. ¿No hay representantes literarios por ahí, como en el fútbol? Pues es una pena. Un abrazo

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    1. Ya está escribiendo otro. Tal vez algún día...
      De momento lo hace muy bien. Ya le han pedido unas cuantas copias en el cole.
      El tiempo tiene la última palabra.
      Muchas gracias, viniendo la valoración de un escritor como tu, es para ponerse contento.
      Un abrazo

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Bienvenido. Gracias por tus palabras , las disfruto a tope y además aprendo.

“EL TIEMPO QUE PERDISTE POR TU ROSA HACE QUE TU ROSA SEA TAN IMPORTANTE”. Saint-Exupéry

“EL TIEMPO QUE PERDISTE POR TU ROSA HACE QUE TU ROSA SEA TAN IMPORTANTE”. Saint-Exupéry
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