"La mejor herencia que se le puede dar a un niño para que pueda hacer su propio camino, es permitir que camine por sí mismo." Isadora Duncan

"Estoy convencido que uno de los tesoros que guardan los años es la dicha de ser abuelo"
Abel Pérez Rojas

"No entiendes realmente algo a menos que seas capaz de explicárselo a tu abuela." Albert Einstein

Forman parte de la orquesta

lunes, 4 de agosto de 2014

El Enigma de la Atalaya 10.- Maléfico plan


-¡Tú! -gritó el comisario Gómez-.
Sebastián elevó su pistola hacia él pero el periodista y dueño del puesto de zumos logró apuntarle antes.
-Las manos a la cabeza y las pistolas al suelo. ¡Ya!
Los aludidos tiraron sus armas al suelo. Jaime Solís bajó de la excavadora y las recogió: la de Julio Carralero, que cada vez parecía más asustado, la de Sebastián y la del comisario. Le miraban con odio. Luego, sin dejar de apuntarles, se acercó a las mesas con los instrumentos de laboratorio.
-Señores, estamos en los sótanos de la Atalaya. Este lugar me ha servido de guarida, laboratorio y lugar de encuentro –dijo-.
-¿De encuentro? ¿Con Julio Carralero?
-Por supuesto que no. Julio Carralero me ha servido de anzuelo. Sabía que ustedes acabarían siguiéndole al ver que se dirigía a la Atalaya. Han caído en la trampa. No, yo me encontraba aquí con mi cómplice. Les presento a mi mujer, Silvia Sánchez -y señaló la estructura del centro de la sala-. Saliendo de detrás de ella apareció la enfermera. Sonreía igual que el periodista y tenía cierta ansiedad en la mirada. Vestía un traje largo de color rosa y se había quitado las gafas. Se colocó junto a su marido y soltó una risita malvada.
-¿C…casados? -Sebastián habló por primera desde que habían entrado-.
-Por supuesto. Y trabajamos juntos. Ella es doctora, nos hemos ayudado mucho. Miren, miren –dijo mientras señalaba todas las mesas-.
En ese momento todos pudieron ver que le faltaba un dedo.
-El trabajo de toda mi vida ha llegado a su momento cumbre. Tras diez años investigando, hemos encontrado la fórmula.
-¿Qué formul…? – intentó preguntar el comisario-.
-Esto es un ensayo, ¿verdad? –interrumpió el ex comisario Longman-.
Jaime Solís lo miró fijamente.
-Pero…pero ¿cómo lo sabe? -preguntó con curiosidad-.
-Éste es un pueblo demasiado pequeño. Usted quiere repetir su plan a gran escala –completó Longman-.
-Por supuesto. No hemos podido sacar gran cosa de este mísero pueblecito.
-¿Fuisteis vosotros dos los ladrones? -dijo el comisario-. ¡Jamás sospeché de vosotros!
-¡Ah!, pero es que no hemos sido nosotros -intervino Silvia Sánchez-. Ha sido usted.
-¿Yo? ¡Pero qué dice! –dijo con un sobresaltó el comisario-.
-Y no solo usted. También…
-Todos –añadió Longman-. Todas las personas del pueblo, manipuladas por estos dos, se han robado a sí mismas.
-Pero… ¿Cómo…? -farfulló Sebastián-.
-El truco está en el zumo –explicó Longman.-
Jaime Solís y Silvia Sánchez le miraron sorprendidos.
-Pero ¿cómo sabe eso…? ¿Qué…?
-¿Me toman por un viejo imbécil? Todos los robos han tenido lugar durante las noches de las fechas de mercado. La gente bebía el zumo de su puesto y al día siguiente, cuando escuchaban música de piano, ¡el preparado surtía efecto!
-¿Al escuchar música de piano? ¿Qué quiere decir? –preguntó el comisario-.
-¡La música de piano! ¡La que te dije sonaba por todo el pueblo! –contestó Longman-.
-¿Y eso hacía que la gente se robase a sí misma? –preguntó de nuevo Gómez, que continuaba sin entender nada-.
-Por supuesto. Sea lo que sea lo que echaron en el zumo, al sonar el piano la gente perdía la razón y se robaba a sí misma.
-¿Qué tiene de especial ese piano?
-No estoy seguro. Supongo que las cuerdas deben de tener algo raro…
-Acertó usted, señor Longman –dijo con tono de felicitación Jaime Solís-. Fíjese en todo esto de nuevo -el periodista abarcó en un gesto con los brazos todo lo que pudo-. Nuestro trabajo de quince años. Tiempo de cansancio, esfuerzo… pero al final, hemos conseguido la fórmula. La que hemos buscado siempre, la que nos permite controlar la conducta de las personas.
-Pero, dígame, la música se oía por todo el pueblo ¿no es así? ¿Cómo era posible? -preguntó Silvia Sánchez mirando a Longman-.
-Mire usted, señora: los micrófonos que usted utiliza mientras toca el piano desde aquí están conectados a los altavoces que se colocaron por todo el pueblo para el día de las elecciones. He encontrado una parte del cableado en el camino por la ladera de la montaña, cuando subía hacia aquí.
-¿Y cómo supo que teníamos el laboratorio secreto montado aquí en la Atalaya?, ¿eh?
-Debido a la maldición, la gente no se atreve a acercarse a este lugar, ¿verdad? Bien, la primera noche que estuve en Atalaya Village, al escaparme de la habitación nada más llegar, oí en la calle una conversación entre usted y su compañera. Escuché a la señora Sánchez decir: “Sí, le he vigilado desde allí con los prismáticos. Sigue en la cama.” Bien. Dijo que me había visto con prismáticos. El Atalaya News es el único edificio desde el cual podía verse mi habitación y desde allí no se necesitan prismáticos. Por lo tanto, sólo hay un sitio desde el cual hacen falta unos prismáticos para ver mi habitación…
-…la Atalaya –concluyó el comisario Gómez-.
-Exacto. Además, Pierre Baptist dijo que, en una de sus incursiones, vio en la Atalaya un brillo que parecía reflejo de las luces del pueblo. Los prismáticos, más sencillo imposible.
-¿Y el vino envenenado? ¿Lo pusieron ellos? –continuó preguntando el comisario-.
-Ajá. Mientras que Manuel Anselmo hablaba con nosotros en la entrada de su casa, uno de ellos entró por la ventana, puso una botella de vino envenenada, cogió las cervezas, y rompió sin querer una taza que estaba, casualmente, sobre la mesa.
La flamante pareja estaba petrificada. Jamás habían pensado que un señor casi achacoso y con una pierna tiesa pudiese resolver el enorme enigma tal y como acababa de hacer Longman.
-¿Y ese lío de Luis Álvarez? –preguntó entonces Sebastián-.
-Luis Álvarez no existe. Era él –dijo Longman señalando a Jaime Solís-. Cuando salió a recibirnos en casa del alcalde llevaba guantes. Eso impidió que viéramos que le faltaba un dedo. También se puso algo de maquillaje en la cara para parecer mayor. Se puso unas gafas e improvisó un traje para recibirnos. Cuando salimos en dirección al periódico, recuperó su apariencia habitual y se desplazó hasta allí en coche. Y cuando llegamos nosotros nos llevó al despacho del director. Tras cerrar la puerta, salió del edificio y subió por la escalera. Disparó contra el señor Watson a través del cristal traslúcido para que no le viéramos y bajó rápidamente a ocupar su puesto de trabajo. Disparó a Watson para evitar que revelase el lugar en el que estaba encerrado el alcalde.
El ex comisario Longman se paró para recuperar un poco de aire y continuó con su explicación.
-Ah y en cuanto a lo del alijo de cocaína, es falso. Nuestro Jaime Solís-Luis sabía que el señor Watson le había descubierto por las fotografías que debió tomar la primera noche de los robos. Solís quemó la casa para distraernos. Mientras ardía, cambió la notita verdadera de Watson -en la que indicaba que el ladrón era Jaime-Luis-, por una falsa, en la que explicaba lo del alijo de cocaína del museo. Anteriormente había escondido una pequeña cantidad de droga en las espadas para que todo pareciera real. Fue fácil descubrir que las espadas eran falsas por el trocito de cigarro que encontré dentro de una de ellas… Si Xavier McKinnon no fuma, ¿qué hacía allí?
-¡Diabólicamente ingenioso! -exclamó el comisario Gómez-. En vez de un crimen normal y corriente nos hemos encontrado con venenos fantásticos y maldiciones falsas. ¡Es increíble! ¿Y el alcalde y la señora Pérez? ¿Por qué se volvieron locos?
-¿Qué hacían durante la locura? –planteó Longman-. Gemir y repetir: robar, robar… ingirieron tal cantidad de zumo envenenado que no sólo padecían ese mal mientras oían sonar un piano, sino todo el tiempo.
-¿Y todo esto por un ensayo? ¿Han intentado asesinar a un hombre, han vuelto locas a dos personas y manipulado a decenas, han volado una casa en pedazos y han intentado envenenar a dos policías por un ensayo? -gimió Sebastián-.
Los tres miraron a Jaime Solís y a su mujer. Ellos dos estaban sonrientes y mantenían la mirada más maquiavélica que el comisario y el alguacil habían visto jamás. Julio Carralero fue el primero en hablar.
-Bueno, se…señor Solís…usted me da el treinta y cinco por ciento prometido y yo me marcho, ¿de acuerdo?
-Ja, ja y ja. No soy tan imbécil. Sumando el resultado de lo conseguido con los robos en el pueblo, te llevarías demasiado. Miren allí.
Señaló los armarios empotrados contra la pared. Le dio la pistola a su mujer y se acercó a ellos. Los abrió y se apartó; dentro vieron varias cajas fuertes, unos cajones de cartón y muchos paquetes envueltos en plásticos y en papel de estraza.
-Dinero, antigüedades del museo, algunas joyas…, algo es algo. Vendrá una furgoneta a recogerlo todo y dentro de un par de días nos largaremos con viento fresco. Para entonces ya no habrá testigos… He pensado en darle un giro a la leyenda de la maldición de la Atalaya –dijo en un susurro-. Agarró un paquete del armario y empezó a desenvolverlo.
-¿Qué va a…? –comenzó a decir el comisario Gómez-.
-Si ustedes aparecen en el camino del infierno ensartados en una espada de la vieja Atalaya, la gente querrá irse del pueblo, de esta porquería de pueblecito de la que no hemos sacado mucho. Pero eso después de la última escena. Yo mantendré encañonados al señor Longman y a los demás, querida -dijo a su mujer-.
Silvia Sánchez se movió con agilidad, a pesar de lleva un vestido tan largo. Se agarró a la viga de la estructura de madera y, como un mono, comenzó a trepar por ella. Al llegar arriba desapareció de la vista de todos unos segundos. Se escuchó un chirrido y volvió a aparecer. Estaba sentada en la plataforma sobre un taburete de madera y tenía delante un piano de gran tamaño, de color negro, con unas teclas fantasmalmente blancas.
-Buenas noches, amigos –dijo-. Entonces hizo un par de estiramientos, colocó bien la partitura que estaba sobre el atril y comenzó a tocar.
El ex comisario Longman reconoció la melodía que había oído noches atrás desde la ventana de su habitación en el hostal. Era una melodía lenta, de notas graves. Los compases se hacían eco en las paredes de la estancia y se fueron haciendo más fuertes. Entonces, Jaime Solís se acercó a la mesa de DJ y enchufó un cable al altavoz más cercano. Los altavoces retemblaron y la música tronó por todos los rincones de la Atalaya. Las paredes empezaron a vibrar y la estructura de madera pareció estremecerse. El sonido debía estar también saliendo al exterior por los altavoces del pueblo, pensó el ex comisario Longman, y dirigió una mirada a Gómez.
El comisario se llevaba las manos a la garganta y de golpe cayó de rodillas. Sebastián y Julio Carralero le siguieron y también cayeron al suelo. Sus caras empalidecieron, los ojos comenzaron a bizquear y las pupilas se tornaron en un color rojo de sangre. Se quedaron un momento quietos y se volvieron a Jaime Solís. Este dejó la pistola automática encima de una de las mesas de laboratorio y se encaminó hacia la excavadora amarilla. Entró en la cabina, se sentó cómodamente, colocó sus pies sobre los mandos, sacudió su mano perezosamente y señaló al ex comisario Longman.
-Encargaos de él -dijo dijo a los poseídos-. Estos miraron al ex comisario durante un momento. Se apoyaban en el suelo con manos y pies y lo miraban con ojos vacíos de voluntad propia. Se encaminaron despacio hacia él. El ex comisario Longman se quedó quieto un momento y viéndose impotente, empuñó fuertemente su bastón y se situó junto a una de las mesas de laboratorio. El comisario, Sebastián y Carralero le siguieron y, de repente, saltaron sobre él.
Longman cayó al suelo bajo el peso de los tres hombres. El bastón se le deslizó de la mano y fue a parar dos metros más allá. Forcejeó unos momentos y consiguió agarrarse a la pata de la mesa más cercana. Viendo cerca la cara del comisario Gómez, aún odiando tener que hacerlo, le descargó el puño izquierdo en su nariz. El comisario gimió de dolor y le soltó. Longman pudo ponerse de pie con suficiente estabilidad como para propinarle una patada a Julio Carralero, que se trastabilló hasta chocar contra otra de las mesas y desparramar el contenido de los frascos por el suelo. Llegó a coger la pistola que Jaime Solís había dejado y pudo apuntar a Sebastián.
-¡Adelante, señor Longman! ¡Mátele! -exclamó Jaime Solís, que se parapetaba tras el cristal de la excavadora-.
-¿Cómo se derrota a un enemigo con recursos? –gritó el ex comisario-.
Jaime Solís se quedó un momento vacilando.
-Quitándole antes las armas, por supuesto -contestó-.
Longman se volvió hacia la mesa de DJ y, con la infalible puntería adquirida después de cuarenta años de experiencia, disparó a los enchufes. Saltaron todos, uno tras otro. Los altavoces situados junto a la mesa y los que estaban colgando de las paredes, comenzaron a emitir chirridos. Saltaron de ellos montones de chispas y luego dejaron de sonar. La música se hizo muy débil de repente, pues sólo se oía la música del piano sin amplificación ninguna, lo suficientemente débil como para que el comisario y los demás volvieran en sí. Temblando y agarrándose el cuello de nuevo, y recuperaron el color habitual. Jaime Solís parecía haberse convertido en piedra. Silvia Sánchez bajó de la estructura, tenía los ojos muy abiertos y una expresión de miedo en el rostro.
-Usted…usted…-dijo al ex comisario-.
-Sí, yo. Ahora ustedes van a levantar los brazos e ir delante de mí hacia la salida.
-Primero compruebe si quedan balas, señor Longman. Me parece que se han acabado- dijo tranquilamente el periodista, con la mayor sangre fría-. El ex comisario apretó el gatillo y efectivamente hizo que saltara un casquillo vacío. Lanzó la pistola lejos, quejándose al mismo tiempo. Jaime Solís bajó de un salto de la excavadora con inusitada agilidad y corrió hasta uno de los armarios. Sacó el paquete a medio desenvolver que había en el estante de abajo, lo desenvolvió y cogió el reluciente florete de su interior, de casi un metro de largo, con empuñadura plateada y hoja de doble filo.
-Olvidémonos de las armas modernas. Esto será un duelo a la antigua. ¡En guardia, señor Longman!


Recapitulando
Presentación y personajes
Capítulo 1.- Robos (Primera parte)
Capítulo 1.- Robos (Segunda parte
Capitulo 2.- Crimen y explosión
Capítulo 3.- El Alijo
Capítulo 4.- El loco del mercado
Capítulo 5.- La nueva alcaldesa 2ª parte
Capítulo 6.- Locura y Maldiciones
Capítulo 7.- Vino en vez de Cerveza
Capítulo 8.- La incursión
Capítulo 9:- En el sótano

2 comentarios:

  1. Ah, qué bueno! Con lo que me gustan a mí los duelos a florete! Estoy en mi salsa. No me perderé el desenlace, desde luego.

    Feliz tarde

    Bisous

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    Respuestas
    1. Bueno madame en el siguiente se desvela la trama y el detective Henry da con las respuestas.
      Me alegro que siga animando y le doy las gracias por ello.
      Bisous

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Bienvenido. Gracias por tus palabras , las disfruto a tope y además aprendo.

“EL TIEMPO QUE PERDISTE POR TU ROSA HACE QUE TU ROSA SEA TAN IMPORTANTE”. Saint-Exupéry

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